Mi documental "A Fanatic By Choice"

miércoles, 13 de agosto de 2014

Descubriendo a Matt Piedmont

Piedmont (al medio) dirigiendo en uno de sus tan particulares mini-sets
Hace 10 años, más precisamente el 9 de julio del 2004, el cine estadounidense daba a luz una obra maestra que dio a conocer a un nuevo genio llamado Adam McKay. Su ópera prima, Anchorman: The Legend of Ron Burgundy (producida por Jud Apatow), cambió la comedia para siempre y dio lugar a un sinfin de actores talentosos que hoy son mega-estrellas de Hollywood. 
Desde entonces, McKay se alió al alma máter de Anchorman, Will Ferrell, y formaron una dupla que fue la piedra angular de lo que después se conocería como la Nueva Comedia Americana (con otros referentes como Jud Apatow, Ben Stiller, Wes Anderson, etc). Juntos, crearon ese planeta virtual llamado Funny or Die, inspirados en sus raíces de Saturday Night Live, y continuaron trabajando (desde el guión y la producción) en los siguientes trabajos de McKay detrás de cámara. En ese aluvión de creatividad se consolidó la productora Gary Sanchez Productions, con la cual estuvieron detrás de todo tipo de ocurrencias y experimentos que perfeccionaron y sirvieron como alternativa para lo que Hollywood produjo desde la comedia en los años venideros. 

En ese contexto, dieron a luz a un "hijo" llamado Matt Piedmont, también crecido del árbol de Saturday Night Live (como guionista de más de 100 episodios entre 1996 y el 2002), quien debutó como realizador cinematográfico con el corto Brick Novax's Diary en el 2011. Este film de 14 minutos, hecho con maquetas y muñecos, además de darle el Premio Especial del Jurado en la sección de cortometrajes del Festival de Sundance, sentó las bases en lo que sería su estilo narrativo en sus siguientes trabajos más importantes.
En él vemos a Brick Novax, ya de viejo y a punto de morir, narrando su vida en cuatro tapes grabados en cinta. La peculiaridad de sus hazañas rozan el absurdo por su grandilocuencia, pero tenemos claro que fue alguien muy particular, marcado por el jazz y malas decisiones amorosas, así como también una ideología y filosofía que lo guió a lo largo de su extravagante vida. Extrañas puestas de cámara y el absurdo como tono imperante marcaron la tendencia a lo que vendría después. Por lo pronto, más de una publicación y festivales lo pusieron como uno de los principales directores a prestar atención en adelante. Matt no defraudaría.

No fue hasta el 2012 que Piedmont debutó con un largometraje, Casa de mi Padre. Si en la última década hay una película que merece ser catalogada con esa frase hecha, "algo nunca antes visto", es esta. Una sátira a las telenovelas latinas y los spaghetti westerns de Sergio Leone y Clint Eastwood, con Will Ferrell metido en el medio, hablando español durante toda la película, junto a co-protagonistas de la talla de Gael García Bernal y Diego Luna. 
En el proceso, junto a pasajes musicales exquisitos (que incluyen al Puma Rodriguez cantando durante una boda) y un baño de hemoglobina y tiros, algo se destaca: la idea del cine dentro del cine, hecha gag. La intención de develar constantemente el artificio cinematográfico es uno de los objetivos mayores para un Piedmont que hace reir filmando adrede errores groseros de continuidad y raccord, problemas de edición, utilería muy precaria y registros de actuación exageradísimos, pero con una calidad plástica asombrosa. Es así que, por ejemplo, nos podemos topar con una situación normal, como un diálogo, lleno de errores a nivel formal pero hechos con una fotografía increíble y una gran originalidad en la puesta de cámara. Además, como pocos en su género en la actualidad, Piedmont hace reir con el montaje. Un montaje, por cierto, muy retocado con elementos de la publicidad (en la que el realizador tiene una vasta experiencia) y el videoclip. El resultado final es una genialidad desopilante en la que, como logró en su momento McKay con su ópera prima, disfrutan tanto los que están delante de cámara como los que están detrás, además de los que están frente a la pantalla. 

Pero no queda ahí: Casa de mi Padre además se permite dar una perspectiva política sobre el eterno conflicto fronterizo entre Estados Unidos y México, con una sutileza impecable. Si a una trama de narcos y amores no correspondidos le agregamos el mensaje que se da sobre los prejuicios de los norteamericanos hacia los mexicanos, nos damos cuenta que Piedmont no está para la risa fácil. 

Dos años después, llegamos a este año, con Piedmont volviendo a la televisión, donde se forjó como un narrador muy particular y respetado por sus pares (tanto como guionista de SNL -desempeño que le valió un Emmy- como director de varios episodios de la serie Carpet Bros, así como también un extraño experimento de largometraje televisivo titulado The Joe Buck Show). El proyecto, nuevamente con la factoría Gary Sanchez apoyándolo y Will Ferrell dispuesto a desplegar todo su talento inigualable en pantalla para darle vida al producto, esta vez fue la mini-serie The Spoils of Babylon. Otra obra inclasificable que abarca muchísimos registros y subgéneros para valerse del fin último: reirse del artificio cinematográfico.

"Hollywood, donde los sueños se hacen realidad, salvo que te atrevas a soñar con algo audaz y original", dice Eric Jonrosh, el personaje que encarna Ferrell, al comienzo de uno de los seis episodios. La crítica a la industria hollywoodense se hace palpable en esta mini-serie que cuenta la historia ficticia de un falso best-seller escrito por Jonrosh (quien presenta cada capítulo con un epílogo y un prólogo que se roban todas las risas, con él simplemente sentado en un restaurant vacío tomando mucho vino y rodeado de extravagantes lentes viejos de cine), filmada a la manera de los "TV events" de los 70 y 80 en Estados Unidos, y contada por su escritor y director a modo de constante contexto para remarcar lo difícil que fue encarar un proyecto de ese tamaño (supuestamente el director's cut duraba 22 horas) dentro de la esquemática Hollywood. 
Pero más allá de ese mensaje, hay algo que escapa a cualquier análisis, y es una épica trágica de un tono dramático impecable, revestida con el humor ya característico de McKay y Ferrell, aunque ahora visto a través del lente de Piedmont. Este último recurre a ciertos elementos de Brick Novax's Diary (el personaje moribundo narrando su vida en una cinta; la excentricidad y grandilocuencia del protagonista) para apoyarse en un nuevo experimento de comedia, en el que se juega constantemente con los límites entre historia y relato y se hace del artificio berreta un gag constante. Todo esto interpretado por un elenco de primer nivel: Tobey MaGuire, Tim Robins, Kristen Wiig (que fue nominada al Emmy por su actuación), Will Ferrell, Val Kilmer, Haley Joel Osment, etc.
Como en Casa de mi Padre (y todo Brick Novax's Diary), los planos usados para transiciones o de manera narrativa para hacer un pase a otra escena se hacen en maquetas a escala y con muñecos que se notan perfectamente. Es así que tenemos un vehículo viajando por la ruta y, en vez de ser filmado con una toma aérea y en un gran plano general con locaciones verdaderas, podemos notar perfectamente el autito de juguete tirado por un hilo en medio de una escenografía del tamaño de una mesa. A eso agregamos la constante tendencia a incorporar maniquíes como personajes: desde notorios extras hasta el extremo de uno que hasta tiene diálogos.

Genialidades como estos detalles se suman a una forma única de narrar las escenas de sexo: en Casa de mi Padre tenemos quizás la versión más bizarra, extraña e incómoda de filmar un encuentro sexual, solo teniendo planos cortos de los culos de Will Ferrell y una mujer (que de a ratos, por supuesto, se convierte en un maniquí), mientras que en The Spoils of Babylon tenemos las etapas del acto sexual representadas con falsas tapas de discos de jazz y sus títulos ("Almost there!", "Moans in the night", "Ecstasy!", etc). Más y más genialidades.

Todas esas ocurrencias, sin embargo, están mostradas desde la proeza de la cámara, con un detallismo increíble y una belleza plástica conmovedora, que muchas veces deja de lado el tono cómico. En el estilo de Piedmont con la cámara se encuentran trazos de un Wes Anderson, Paul Thomas Anderson, Robert Rodriguez y por supuesto Adam McKay. Cuesta encontrar hoy en día un realizador que, con tan poco trabajo en su currículum, haya logrado una impronta estilística tan marcada y que a su vez reúna ese tipo de claras influencias a la hora de ubicar la cámara y definir los elementos de la narración. 

Sin dudas, el futuro de Matt Piedmont es promisorio. Por lo pronto, se sabe que The Spoils of Babylon tendrá una segunda temporada, aunque ahora será una historia completamente diferente titulada The Spoils Before Dying, que únicamente tendrá al personaje de Will Ferrell, Eric Jonrosh, repitiendo aparición, seguramente como ese escritor original, extravagante e incomprendido que bien puede ser un alter ego de Piedmont (un tipo que logró una genialidad como Casa de mi Padre con tan solo 6 millones de dólares y luego se permitió una locura como la ya mencionada mini-serie). ¿Extravagante? Por supuesto. ¿Original? Muy. ¿Incomprendido? Su anonimato dentro de la industria cinematográfica y su valor no reconocido por la crítica de la nueva comedia americana demuestran que por ahora sí lo es. Por eso nació la idea de un artículo como este para reivindicarlo y advertir a todos de su existencia: ¡Hey, gente, hay un loco llamado Matt Piedmont que recién empieza su carrera como director, y es un fucking genio!


martes, 22 de abril de 2014

Le Passé

 Autopsia familiar
(crítica co-escrita con Soledad Velasco para La Mirada Indiscreta)

En cinco ocasiones diferentes, cinco personajes diferentes, deciden volver sobre sus pasos para tomar una decisión diferente. Se trata de una adolescente atribulada, un hombre atrapado en medio de un conflicto interfamiliar, una madre llena de incógnitas y una empleada inmigrante que está dispuesta a todo por mantener su (precaria) condición laboral. Detrás de todo ese enredo, Asghar Farhadi, ese genio que nos brindó una de los dramas familiares más humanos del cine contemporáneo con la brillante Nader y Simin: Una separación (2011), atando cabos y manejando a su antojo a los miembros de un melodrama digno de una telenovela de la tarde pero impregnado de tanto lenguaje cinematográfico que hasta parece un milagro.

Asghar Farhadi se dispone a involucrarnos en una trama de enredos, bien circular, con hilos tensados que aprietan, que agobian y marean. Nos lanza en el epicentro de un lavarropas en pleno centrifugado. El centro es ella, la mujer, la pachamama, la criadora de hijos, la salvadora, el eje de la familia, la que tiene la valentía para sobreponerse a las pérdidas. Marie, María, la Madre. A su alrededor, los hombres y los hijos, suyos y ajenos. Todos a su cargo, esperando algo de ella: que actúe bien, que reserve el hotel, que tenga moral, que sea paciente, que limpie. Y ella que cada vez se parece más a un león enjaulado pidiendo que la quieran pero siendo incapaz de dar un beso o una caricia. ¿En qué la convirtió la vida? Tan ocupada que es incapaz de dar afecto. De todas formas, no sólo a ella, sino a todos los personajes del film les cuesta querer o demostrar afecto. Todos están atrapados en esta red del presente que está demasiado remojada en pasado. Pero, ¿qué es el pasado? Aparece en forma de culpa, de remordimiento, de añoranza y sobre todo de malentendido. Porque finalmente lo que hace avanzar la trama en esta película -por eso decíamos antes que es una trama de enredos-, es el malentendido. Tal vez, uno de los grandes malentendidos que plantea la película es, justamente, ¿qué entendimos mal sobre qué es una familia? En este sentido, El Pasado retrata acertadamente un momento de crisis en una familia que no es “mamá, papá, nena, nene”, sino más bien mamás y papás que se suceden y hermanitos momentáneos, circunstanciales. Un anclaje real y necesario para un cine contemporáneo.

Pero, precisamente, volvamos sobre nuestros pasos. Esos cinco personajes mencionados al principio no son nada casual en una obra que precisamente lleva por nombre y por estigma El Pasado. Las sutilezas no le sientan bien a Farhadi, porque él prefiere tirarnos contra la cara el más crudo de los relatos con la simpleza y la contundencia de la vida misma. En El pasado no hay sutilezas. Esos cinco personajes están atrapados en una pesadilla sin resolver, de esas que existen realmente pero por lo general son demasiado intrincadas para creerlas posibles. Y no son los únicos atrapados allí: no hay ni un solo personaje del relativamente corto reparto (no más de siete personajes que llevan adelante toda la historia) que no sufra una incógnita. Y eso los hace retroceder, los mantiene dubitativos y estancados.

Y es en esta pesadilla donde se enreda también la verdad y la mentira, volviéndose ambas la misma cosa. Y ahí aparece el absurdo de las relaciones humanas que se basan en lo que uno cree que el otro dijo pero que finalmente no dijo, en causas con obvios efectos, que son, en realidad, subjetivos; en todo lo que termina pudriendo las relaciones, haciendo que den olor, que nos saquen las ganas de estar en el presente. Y justamente El Pasado habita tan intensamente el presente que aunque desde el título y desde el discurso de los personajes se quiera estar en el pasado, la realidad se impone y, tal como dice un postulado Hegeliano, “la prisión del presente sólo permite huídas ilusorias”.

Y la cosa no se queda ahí, porque son muchísimas las dudas que nos deja este melodrama francés. ¿En qué convirtió la vida a estos personajes? ¿El pasado es el motivador de un futuro incierto o es un presente no resuelto? ¿De qué somos capaces cuando nuestra vida no es más que una duda detrás de otra? Quizás sea una película bastante menos pulida y precisa que la anterior del director, pero allí está el iraní nuevamente, dejándonos una historia familiar casi perfectamente contada, grabada a fuego en nuestra mente por muchas horas, días y hasta semanas después del visionado. Farhadi pasó a ser el analista imprescindible de lo humano en el cine contemporáneo.

L'inconnu du lac

 ¿Qué buscas en la orilla?

El desconocido del lago es de esas películas que alguien no puede anticiparte con qué te vas a encontrar, y que siempre tienden a estar mal apreciadas por su apuesta estética en vez de por sus logros narrativos y plásticos. Es que, más allá de algunas decisiones sobre dónde poner la cámara por parte de Alain Guiraudie, la película está dotada de una exquisita puesta en escena acompasada por un ritmo que no todos podrán soportar: sin música, con planos larguísimos y conversaciones casi banales, que no hacen más que formar parte de un conjunto de elementos que componen una película que rebosa cine por cada uno de sus fotogramas.

Lo más notable es que Guiraudie logra una impronta propia dentro de un relato muy clásico, con elementos muy bien explotados como el suspense y la complicidad con el espectador, todo en medio de una historia sobre hombres que buscan complacer sus necesidades sexuales en un ambiente bellísimo pero a su vez desolador.

La decisión del espacio de una playa y un bosque como único escenario donde transcurre la historia no es menor, y quizás es el acierto más importante de esta película devenida en thriller romántico. Los personajes, de quienes nunca vemos nada más allá que sus aventuras veraniegas, no tienen escapatoria en ese juego de roles y levante: el lago es un límite de peligro y profundidad, con el que muchos gustan coquetear, y el bosque –ese Edén promiscuo donde vale todo menos una higiene respetable- se plantea como un monstruo oscuro que conoce todos los secretos de sus potenciales víctimas, donde la naturaleza llega a niveles de omnipotencia casi temerarios. Y quien domina ese escenario es Michel (impresionante en su papel Christophe Paou), personaje misterioso e hipnótico, que se roba las miradas de Franck (Pierre Deladonchamps) hasta el punto de la obsesión.

Y en ese juego de seducción y dominación sexual, una serie de otros personajes muy pintorescos pasan por cámara dotando de ritmo, sentimiento y hasta comicidad, un relato que se podría ver varias veces, más allá de su final esquivo y hasta casi embustero.

El desconocido del lago es una historia clásica, trabajada brillantemente por su director con todas las herramientas para el aprovechamiento de sus distintos componentes narrativos (los espacios desde donde se manejan y desenvuelven los personajes entre sí, como esa escena en que Franck se mete al agua por primera vez con su amante después de conocer la verdad sobre él) y estéticos (la oscuridad en las escenas clave está usada con una sutileza plausible) que dan como resultado una trama de suspenso y perversión tan perturbadora como disfrutable.

Her




Esos raros amores nuevos


Intensa película sobre las relaciones sociales trastocadas por ese condimento cada vez más polémico y ¿peligroso? que es el de la evolución tecnológica. Spike Jonze se pone muy fino con la cámara y con la formidable labor con los actores para brindar una historia tan desgarradora como tierna, pero a su vez reflexiva y muy apasionada.

Quizás estemos hablando de las mejores actuaciones de las respectivas carreras de Joaquin Phoenix y Scarlett Johansson, sobre todo esta última, que curiosamente sólo presta su voz (algo irónico, dado que su deslumbrante belleza es la que generalmente roba suspiros a los cinéfilos más acalorados). Phoenix, de una impresionante trayectoria, logra su papel definitivo con una ternura, inocencia y desorientación sentimental tan bien llevada a lo largo de las dos horas de metraje que resulta realmente gratificante el arco que construye su personaje, sobre todo si se tiene en cuenta que la mayoría de las escenas las encara él sólo guiado por una voz grabada.

Jonze nos pone en una primera persona casi inquietante, dejándonos vivir y percibir las cosas con la intensidad de Theodore, el personaje de Phoenix. Y con esta perspectiva la voz de Johansson nos resuena hasta el alma, entendiendo la hipnosis sentimental en la que cae ciego el protagonista.

Sin embargo, sería muy injusto para un film tan profundo dejarlo en una mera comedia romántica, ya que además hay toda una reflexión por parte del director y guionista respecto a cómo el crecimiento o avance de la tecnología atomiza nuestro alcance de relacionarnos directamente. Tema harto debatido entre especialistas en comunicación social, pero que en este caso está tratado con la delicadeza que este arte permite: los planos detalle, las texturas, los contraluces y la cadencia acompañada de la bellísima música de Arcade Fire (sobre todo el soundtrack The Moon Song, originalmente cantado por Karen-O pero durante la película interpretado por la misma Johansson), son uno de los tantos elementos de los que se sirve el particular realizador.

Y si bien el gag conceptual (un hombre enamorado de un sistema operativo) se agota hacia la mitad de la película, en la que quizás podía ser una gran idea para un cortometraje, y Jonze hace lo posible por reafirmar su condición (aparecen otras personas que se relacionan amorosamente con los “S.O.”, y hasta hay parejas “reales” que aceptan hacer citas dobles con estas otras extrañas parejas), en el proceso se permite una reflexión no sólo sobre el amor en este extraño contexto futurista –aunque no muy lejano, si lo pensamos bien- sino también de la belleza misma. Es que Jonze pone frente a Phoenix a varias de las más bellas actrices de Hollywood hoy en día (Rooney Mara, Olivia Wilde, Amy Adams) pero es la voz de la despampanante Johansson (y hasta la voz de Kristen Wiig en una escena híper sensual así como también muy hilarante) quien nos embelesa, nos entusiasma, nos enternece y nos deprime, en una de esas inexplicables montañas rusas de emociones a los que ya nos tiene acostumbrados a someternos el director de las geniales Being John Malkovich y Where the Wild Things Are.

Nebraska


 Las preguntas del millón

Alexander Payne es uno de los tipos mimados de Hollywood hoy en día. Película que hace termina nominada al Oscar, gana alguno, le va muy bien en la taquilla, y los actores se pelean para trabajar con él. En esta última película suya pareciera como si, siguiendo en esa línea de hijo pródigo, dejara todo eso de lado para buscar una nueva estética y una nueva cara para contar básicamente lo mismo de siempre: un tipo atribulado, que necesita cambiar de aire para reencontrarse a sí mismo. Lo hizo con About Schmidt (¿es muy ambicioso decir que es la mejor actuación de la carrera de Jack Nicholson?) y con The Descendants (¿es muy arriesgado decir que es… la mejor actuación de la carrera de George Clooney?), y ahora lo vuelve a hacer con Nebraska (acá sí es muy jugado decir que es la mejor actuación de la carrera de Bruce Dern, pero… ¡quizás lo sea!). Pero, ojo, no es una fórmula repetida hasta el hartazgo: ¡a Payne le sale bien! Y cuando algo sale bien, hay que explotarlo con todo, siempre y cuando, y sólo siempre y cuando sea con diferentes formas de contarlo.

Nebraska es una alternativa a la filmografía de Payne. En un blanco y negro realmente no muy justificado pero que apoya muchísimo la parsimonia de un relato casi estéril de sentimientos con la cámara, y que contrasta a la perfección con la nula cantidad de matices por parte de los personajes, la película pasea (nunca mejor dicho) por un feedback magistral por parte de Dern y Will Forte. La relación padre-hijo es el centro de la narración, a partir de la cual se desata una serie de situaciones extremadamente cómicas, pero a la vez muy tristes. Payne logra algo muy difícil: filmar la ignorancia, y con esto, explicar la inocencia. La inocencia de un señor de tercera edad, senil y casi devastado por el alcoholismo, y un principio de Alzheimer que le devora los recuerdos con la misma facilidad que la monumental ingesta de cerveza diaria lo hace con su hígado, personificado formidablemente por Dern, quien logra crear un monstruo adorable del que cuesta no compadecerse.

Nebraska es ese camino final, no sólo del recorrido de los personajes, que deben ir a ese estado para retirar un supuesto premio valuado en un millón de dólares con el que fue engañado el viejo Woody Grant (Dern), sino también como metáfora del final de la vida. El premio traza un paralelismo contundente sobre los “gustos” que nos podemos llegar a dar a modo de aspiraciones en la vida, aun así ya no sean de ningún tipo de utilidad. Y también, para aquellos que una vez llegados a la meta se encuentran con la desilusión de que la vida no les tenía preparado un premio, están los consuelos. Allí asoma la familia como tesis final de Payne y el guionista Bob Nelson, ese inestable pero recurrente abrazo reparador que sirve como el mejor motor para intentar llegar a esa línea final.

Nuevamente tenemos la trama básica payneana (?): un hombre que arrastra a su familia en un viaje interior, que se exterioriza con la partida a otras tierras para buscar algo. Con About Schmidt, el personaje de Nicholson buscaba algo más filosófico y espiritual, y eso le terminó costando la partida de su esposa, mientras que con The Descendants todo era más terrenal y simple, pero no por eso menos profundo, con la pérdida de la figura sabia femenina también como detonante. En ambas películas hay una crisis, como en la genial Sideways (2004), donde los dos protagonistas van en dos direcciones opuestas pero también buscan ese “algo” teniendo que ir a un lugar puntual los dos juntos.

Así, Payne ya se perfila como tal vez el mejor director de road movies existenciales del cine contemporáneo, y si bien Nebraska es una nota discordante en cuanto a estética, no lo es en cuanto a la narrativa, con un trabajo excelente con los actores (June Squibb se roba las escenas en que aparece) y diálogos muy elaborados en cuanto al uso del timing. Los personajes de Payne son buscadores de tesoros que antes no pudieron encontrar en sus vidas y deben salir a buscar llevando todo su bagaje con ellos, todas sus cosas, recuerdos y deudas. Y nosotros somos los acompañantes privilegiados, una vez más.

 

La Grande Belleza


Los cansados de estar cansados


No es fácil filmar lo no-bello, y más cuando lo que contamos con la cámara es la constante búsqueda de la belleza, de lo bello. ¿Y qué es lo bello? Para el particular personaje Jep Gambardella, la belleza consiste en una caminata por Roma a la madrugada, tras una noche de juerga, alcohol y cocaína, y por qué no alguna señora que haya conocido en ese constante patear de la pintoresca ciudad capital italiana.

Paolo Sorrentino, quizás uno de los realizadores más destacados de Italia en la actualidad, con obras como Il Divo (2008) o Le conseguenze dell’amore (2004), repite el trabajo con su actor fetiche –el multipremiado Toni Servillo- tras haber dirigido en Estados Unidos la extraña This Must Be The Place (2011), con Sean Penn en un no muy convincente protagónico. El resultado de tantos años trabajando junto a un actor tan versátil y particular como Servillo es haber logrado uno de los personajes más memorables que haya dado el cine recientemente.

Jep Gambardella acapara la atención en todo momento, no solo porque la mirada de Servillo y su expresión altanera son hipnóticas y hacen que la cámara lo persiga casi intuitivamente, sino también en la acción misma: el comienzo de la película es el cumpleaños de Jep en una suerte de aquelarre visual donde él es el diablo, y donde el descontrol total es el único reglamento para formar parte.

Sorrentino filma la decadencia del snobismo, la contracultura de la no-cultura, esa búsqueda de un mundo que escupe todo lo mundano de una forma elocuente, y lo hace metiéndonos a nosotros en una sucesión de secuencias con diálogos banales y vacíos, pero que en el fondo retratan de forma crítica el tiempo de una sociedad. Además, a través de Gambardella, Sorrentino nos permite colarnos en las mejores fiestas de esa sub-trama sociocultural romana, para que veamos nosotros mismos los demonios que invaden ese ir y venir en la búsqueda de… algo. Y esa búsqueda es lo que define a cada personaje, con sus nostalgias, inseguridades, fantasmas, perdiciones y atributos. Cada personaje de la película está perfectamente pensado para un rol en el que el espectador es “paseado” por ese entramado laberíntico del sinsabor de la vida: los duques que, olvidando el orgullo de su estirpe, aceptan hacerse pasar por otra familia; el eterno escritor de teatro en busca de una musa y una verdad; muchos artistas con diferentes formas de expresar sus incontinencias de diversas y abstractas formas; los que se quedaron en la misma durante décadas; los que no se van porque simplemente se quedaron; y Gambardella como el capitán de ese bizarro barco.

Y la mejor forma de conocer ese contexto es cuando Sorrentino nos permite ver los lugares y obras icónicas de la Roma actual, que vive como si dependiera exclusivamente de su pasado de civilización-potencia, pero ahora sumida en una tranquilidad que solo la noche puede disimular, con sus silencios y su penumbra. Penumbra sólo invadida por el constante repiqueteo de los bailes en las fiestas organizadas por Gambardella, con sus “trencitos que no van a ninguna parte” y una avalancha de reflexiones salidas de varias esnifadas de coca y muchos cócteles en el medio. Roma descansa, mientras otros descansan de la vida que les da Roma.

Philomena



Existir a través de la imagen


Philomena no es una obra menor, a pesar de que a simple vista sí lo parezca. Es un típico drama inspirado en hechos reales, bastante inofensivo pero muy bien contado por su director, el gran Stephen Frears (The Grifters, High Fidelity, The Queen, entre otras), quien también se apoya en un excelente montaje, una hermosa banda sonora a cargo de Alexandre Desplat, y una monumental actuación de Judi Dench, estos dos últimos nominados al Oscar por sus trabajos.

Cuando hay tantos elementos bien desarrollados, difícilmente el resultado final sea malo. Con esta película pasa que cuesta entrar en la historia, por un comienzo muy lento, ya que lo más valioso está a partir de la mitad, cuando los dos protagonistas logran una conexión. Y en esto último cabe remarcar también el trabajo de Steve Coogan, quien además produjo y coescribió la adaptación a la pantalla del libro en que se basa la historia. A pesar de quedar opacado por la actuación de Dench, Coogan logra un papel muy convincente que transmite muy bien las diferencias de personalidad entre ambos personajes.

Quizás lo que está demás en la historia es la excesiva cantidad de referencias a la “ignorancia” del personaje de Dench, quien encarna a una amigable anciana que se encuentra perdida por el misterio del paradero de su primer hijo, el que le fue arrebatado cuando ella era joven. Philomena tiene algunas escenas que deslumbran por la claridad con la que encara los hechos, y otras en que luce como una mujer completamente desorientada e incapaz de seguir adelante, algo que va a contramano de la fortaleza con la que siempre se planta ante las situaciones (sobre todo en el desenlace de la historia). Las constantes discusiones con el personaje de Coogan –un periodista venido a menos por un conflicto en su anterior trabajo como asesor del gobierno-, si bien nutren la química necesaria para que la trama fluya, por momentos peca de demasiado dispar y atenúa demasiado las diferencias culturales de ambos.

Dicho esto, la película funciona excelentemente como una crítica a las formas de operar de la iglesia católica, el periodismo y el conservador partido republicano de Estados Unidos. Esta última bajada de línea política no es más que un factor que respeta los hechos que realmente ocurrieron en los noventa y son mencionados en el libro del periodista Martin Sixsmith (el personaje de Coogan) en el que se basó el guion, y no tanto como una visión del realizador. De hecho, la denuncia más fuerte que hace la película es el tráfico de bebés en los conventos, no sólo de Irlanda -como pasa en la película- sino en muchas otras partes del mundo.

Pero lo que más se agradece del film, además del papel de Dench, es el ya mencionado montaje. Si la historia no hubiera sido montada de esta manera, sería una película insoportable de ver. La ruptura de la línea narrativa para intercalar imágenes de la vida del hijo de Philomena (que hacia el final nos enteramos de dónde vienen, con una conmovedora escena) es un acierto total desde el guion hasta la edición de esas imágenes en 16mm y 8mm.

No es una película gigantesca, ni es la mejor de Frears, pero se deja ver por el ritmo que va tomando conforme avanza la trama y, por supuesto, gracias a una impresionante actuación de Judi Dench, quien se roba todas las escenas en que está. Las imágenes con las que se reconstruye el personaje buscado además sirven como reflexión sobre las revelaciones del ser humano en su encuentro con lo que hay en la pantalla: la cámara –tanto de foto como de video- es al fin y al cabo nuestro boleto a un viaje en el tiempo, un instrumento de inmortalidad.

12 years a slave


De lo complejo a lo básico

12 Years a Slave viene a representar el miedo de todo cinéfilo que se entusiasma con un determinado realizador. En este caso, el prometedor Steve McQueen, quien debutó con la impresionante Hunger (2008), película que para muchos es una de las mejores óperas primas del comienzo de este siglo XXI. Luego McQueen retomaría la acción con la polémica Shame (2011), donde repitió a Michael Fassbender en el protagónico y lo volvió a llevar al extremo con su actuación, permitiéndole al actor alemán brindar una de las mejores performances de su carrera, sino la mejor.

El riesgo tanto artístico como narrativo son características fundamentales del éxito de estas dos notables obras, siendo Hunger una película de una intensidad visual que difícilmente este director inglés pueda volver a alcanzar, mientras que el humanismo impreso en el trabajo con los actores en Shame, más una o dos escenas memorables (el que la vio, no pudo haber quedado indiferente ante Carey Mulligan cantando “New York, New York” en primerísimo primer plano), será recordado como otro punto alto en su temprana carrera.

Y con ese bagaje llega esta nueva película suya, que se traduce en una desilusión total. 12 years a slave es académica, básica, melodramática, exagerada y excesiva en todos los sentidos. Es una película que McQueen, más del palo indie, seguramente la hizo pensando en la temporada de premios. Y no sorprende que sea una de las más nominadas para los Oscar, ni que haya ganado el premio a Mejor Película en los Globo de Oro, y que probablemente gane tantos otros premios más. Dentro de su falsa y calculada crudeza (muy alejada de la destreza con la cámara en el hiperrealismo de sus anteriores dos films), se esconde una superficialidad y un tono totalmente amable para con el espectador, que si se deja engañar quedará encandilado con la supuesta intensidad del relato de un hombre afroamericano que es privado de su libertad para trabajar en la zona rural de New Orleans, cuando allí todavía era legal la esclavitud.

Este tipo de películas prácticamente se dirigen solas, en piloto automático. Un drama que hace que cada tanto Estados Unidos reflexione sobre su pasado (y su presente) y haga mea culpa, como si hiciera falta aún, con un desfile de súper-estrellas de Hollywood (sobre)actuando de a ratos como si sólo quisieran formar parte aunque sea un poco de este proyecto destinado a ganarlo todo. Este tipo de películas dan asco.

El único que se salva de la hoguera es, precisamente, Fassbender, quien a tono con el relato teatral y maniqueo siempre está en el mismo nivel y brinda un par de escenas escalofriantes en su actuación. El protagonista, Chiwetel Ejiofor, también se salva bastante, pero sólo por sus escenas con Fassbender (se destaca la charla a la medianoche con ambos abrazados amenazadoramente, sólo iluminados por un candelabro, con uno intentando persuadir al otro sobre una mentira). El resto, todos sobreactuados de forma espantosa e insoportable en sus participaciones, con Brad Pitt, también productor de la película, haciendo de un prototipo de Abraham Lincoln redentor y todopoderoso, como el colmo de los colmos.

Este tipo de películas indudablemente funcionan muy bien en Estados Unidos, tanto para la taquilla como para la temporada de premios, ya que críticos y público con ojo poco entrenado siempre suelen caer en la trampa de este tipo de obviedades en donde cada uno de los elementos del relato están hechos con la única intención de conmover de forma berreta para ganar algún reconocimiento.


sábado, 11 de enero de 2014

The Secret Life of Walter Mitty


Título: The Secret Life of Walter Mitty
Dirección: Ben Stiller
Guión: Steve Conrad, James Thurber (cuento corto)
Género: Aventura, Comedia, Drama
Duración: 114 minutos
Orígen: Estados Unidos
Año: 2013
Reparto: Ben Stiller, Kristen Wiig, Sean Penn, Shriley MacLaine, Adam Scott, Patton Oswald, etc


La imaginación como mapa


Tuvimos que esperar cinco años, desde la genial Tropic Thunder (2008), para volver a saber de Ben Stiller detrás de una cámara. Y valió la espera. El creador de Zoolander (2001) vuelve con una película que está completamente por fuera de su impronta habitual, con mucho más cuidado de la imagen y otros aspectos más artísticos que narrativos, siendo más cuidadoso con dónde plantar la cámara antes que cuándo colocar el gag perfecto.

Aunque no sea lo más notable, Stiller es un laburante incansable del drama. Sus películas, si bien la mayoría cómicas, son en realidad retratos de seres muy dispares que, escondidos en la caricatura y la sátira social, tienen algo que gritarle al mundo porque necesitan ser comprendidos. Y allí está él siempre poniéndole la cara a esos personajes. Sin contar sus dos primeras películas de mediados de los 90, Reality Bites (acá bien titulada Generación X) y The Cable Guy (esa en que Jim Carrey se luce cantando Somebody to Love de los Jefferson Airplane), Stiller siempre protagonizó papeles de hombres venidos a menos que necesitan un empujón para salir adelante y dar un giro de 180º a sus vidas: El actor exitoso pero con pocas luces, Tugg Speedman, y el memorable modelo descerebrado Derek Zoolander, ambos tipos que supieron ver la cumbre de la montaña y ahora se encuentran cuesta abajo, pero encuentran la forma de alcanzar el pico una vez más gracias a quienes los rodean.

Pero ahora, con todo lo excelente que es, eso queda atrás y Stiller opta por dar vuelta la fórmula, adaptando a nuestros tiempos un cuento de James Thurber ya llevado al cine en 1947, con un tono muy particular tirado más a un ritmo cadencioso, dándole lugar a las imágenes de paisajes bellísimamente fotografiados y una banda sonora simplemente brillante por parte del talentoso José González (aunque todos los aplausos se los lleva la canción de Of Monsters and Men, Dirty Paws).

En la película conocemos a Walter Mitty, un tipo gris e insípido que nunca se salió de los estándares, pero experimenta pequeños momentos de abstracción en los que se deja llevar por la fantasía e imagina situaciones exageradas donde es directamente otra persona que hace todo lo que a él le gustaría hacer. Psicología aparte, el protagonista se encuentra con una dificultad laboral que lo pone a prueba y obliga a salir a enfrentar la situación, no sólo para asombrar a su nueva compañera de trabajo (una Kristine Wiig bellísimamente filmada por Stiller) sino también para asombrarse a sí mismo, en un viaje interno que lo lleva a su juventud y lo conecta de a poco con las cosas que realmente quiere.

En The Secret Life…, además de la fotografía y la música, se destaca un reparto muy variado y plagado de pesos-pesado: Shirley MacLaine, que hace un papel adorable como la madre de Walter, y Sean Pean, que tiene una escena particular donde pone el listón muy alto para la emotividad en el desenlace. Ambos personajes, que nunca comparten pantalla pero de alguna forma que no diremos están conectados, son bisagra para que la historia en general funcione y genere la emoción que genera.

Quizás un poco tirado a la sensiblería, pero siempre medido y resguardado en un gran logro artístico con la cámara, Stiller cuenta una historia de superación más en su carrera, pero esta vez de forma inusual y sin necesidad de poner en pantalla a un personaje con un ego desmesurado y pretender que el público se parta de risa. Al contrario, esta vez hace tan normal al personaje que es imposible que en algún momento de la trama no nos identifiquemos con Walter o con alguna de sus fantasías, así como también esos extraños mensajes que se imprimen en los lugares más insólitos, ya sea para sacarnos de la mente del siempre presente protagonista o para dejarnos alguna enseñanza de esas que sólo el buen cine sabe dar.

La Vie d'Adèle


Título: La Vie d'Adèle
Dirección: Abdellatif Kechiche
Guión: Abdellatif Kechiche, Ghalia Lacroix y Julie Maroh (novela gráfica)
Género: Drama, Romance
Duración: 179 minutos
Orígen: Francia, Bélgica, España
Año: 2013
Reparto: Léa Seydoux, Adèle Exarchopoulos, Salim Kechiouche, etc

"El orgasmo precede la esencia"


La Vie d’Adele – Chapitres 1 et 2 es, claramente, la película más polémica del 2013. Pero, ¿por qué dejar que la polémica pase por encima del arte que derrama en cada fotograma esta gran obra de Abdellatif Kechiche? Los que quieran hablar de las escenas de sexo explícito, que lo hagan. Los que quieran hablar de cómo el director exprimió a sus actrices hasta el hartazgo y el desgano en el rodaje, o los entredichos en cuanto medio aparecieron, adelante. Allá ellos y su corta visión para recordar una película pura, directa y contundente. Los demás tendremos en nuestra memoria una de las películas románticas más tiernas, conmovedoras y realistas que ha dado el séptimo arte en los últimos años.

Kechiche se apropia de la novela gráfica de Julie Maroh, El azul es un color cálido, para dar su propia visión no sólo de lo femenino, sino del arte en general. El guión está excelentemente bien cuidado, y la historia está tan bien contada que no le sobra ninguno de sus casi 175 minutos de duración (sí, casi 3 horas). En ese espacio temporal tenemos trazada la evolución de un personaje impactante, personificado por la bellísima y talentosa Adele Exarchopoulos, que hace un trabajo descomunal a lo largo de toda la película… su película. Porque, si bien Lea Seydoux también brilla con luz propia (¡la escena de su aparición en el bar es increíble!), Adele se lleva todos los elogios por sostener un papel muy complicado, con muchos picos dramáticos y mucha exigencia física. Pero en fin, eso es la vida misma, por eso Kechiche le cambió el título a la historia y la resignificó en esta obra tan profunda.

Para no extenderse más, simplemente cabe destacar uno de los tantos momentos geniales que tiene la película, plagada de escenas simbólicas, que sirven como explicación o contestación a aquellos –incluyendo a la autora de la novela original- que denuncian que el film tiene una “mirada masculina” y está dirigida al público masculino. En una escena en particular, en la que Emma (Seydoux) ofrece una fiesta para celebrar una exposición con sus amigos, mientras Adele atiende a todos con una delicadeza y dedicación loables, se abre la discusión sobre la diferencia entre el placer masculino y el femenino. Allí, uno de los personajes, el único varón entre un pequeño círculo de mujeres, sostiene que estas experimentan mucho más los placeres de la vida, sobre todo el orgasmo, siendo el de los hombres limitado y el de las mujeres místico. Kechiche justifica su adaptación brillantemente, hablando a través de este pasaje del guión:
En la medida que soy un hombre, todo lo que miro es frustrante, por los límites de la sexualidad masculina,” dice el personaje mientras sus amigas alrededor devoran el spaghetti, incluso quitándoselo a él de su plato. “Desde que las mujeres son pintadas en los cuadros se ve su éxtasis más que el del hombre, que muestra el suyo a través de la mujer. Vemos a las mujeres bañarse, las vemos…” y es interrumpido por una amiga que dice “L’origine du monde” (El origen del mundo), casi en un gemido mientras chupa la salsa que se derramó en la mano. “Los hombres intentan mostrarlo desesperadamente, lo que significa que lo vieron” continúa el personaje, casi indiferente. Las amigas a su alrededor, todavía sumidas en su cena, cotejan la idea de que quizás los hombres imaginaron, desearon o apenas fantasearon con eso, a lo que el artista finalmente concluye: “Miren en sus ojos esa mirada a otro mundo. El arte de las mujeres nunca refleja el placer de las mujeres.”

En resumen, cada uno de los planos y las escenas de La Vie d’Adele no pudieron haber sido filmadas mejor que como fueron hechas. Kechiche es un genio, y Adele su musa.


Cycle 3D


Título: Cycle
Dirección: Zoltan Sóstai
Guión: Ivo Marloh, Zoltan Sostai, Sándor Szalma, János Váradi
Género: Animación, Misterio, Ciencia Ficción
Duración: 78 minutos
Orígen: Hungría
Año: 2013

Ajenos a la aventura incesante


A veces leemos algunas críticas que definen de forma categórica qué es cine y qué no, o cuándo una película “tiene cine”. ¿Qué es eso? Quizás ni los que escriben entienden las dimensiones de semejante aseveración. En el caso de El Ciclo Infinito 3D, nos encontramos ante la exasperante e incómoda situación de tener que determinar esto. ¿Esta película tiene cine? ¿Es cine? En fin, una pavada, que dejaría completamente de lado lo sustancioso que puede llegar a ser el análisis en capas que propone este film de animación dirigido por el tipo con el nombre más cool de la industria: Zoltan Sóstai. Este realizador húngaro formado dentro del ambiente de los videojuegos debuta en el cine con esta ópera prima estrafalaria y sofocante, así como intensa pero soporífera.

La ambigüedad a la hora de determinar si lo que tenemos en frente es algo que excede nuestra capacidad de asombro y nuestra paciencia o simplemente es una de las estupideces más grandes jamás hechas, no debe asustarlo, estimado lector. A todos nos pasa. De hecho, al llegar a la mitad de la película es difícil no pensar que uno está ante una pesadilla espantosa de la que no puede salir a menos que se quite los anteojos para el 3D y salga corriendo, atropellando a los demás que intentan abandonar también la sala. Si esta exagerada reacción es positiva o negativa, queda a criterio de cada uno. Convengamos que no cualquiera logra eso.

Así de mala es la película. ¿O no? ¿O tal vez es un ejercicio experimental de imagen y sonido que propone alejarnos de lo que habitualmente propone el cine de animación en cuanto a estética y narrativa? Ahí vamos con ese esquivo y pretensioso interrogante de nuevo. Lo cierto es que estrictamente desde el lenguaje, El Ciclo Infinito tiene poco cine porque el montaje, casi en su totalidad en plano-secuencia, y el punto de vista desde el que se narra, no ayudan mucho a decir lo contrario.

Nota para los cineastas que se inicien en el rubro: animación + 3D + cámara en mano frenética = mareo total. No-lo-hagan. Es horrible e imposible de ver. Si a eso se les ocurre agregar una banda sonora insufrible con techno y sonidos del Atari, tienen un combo insostenible que obliga a cerrar los ojos porque todo ya es demasiado (malo).

Ahora, resaltando lo bueno, porque lo tiene, El Ciclo Infinito posee momentos en donde la profundidad de campo realmente se disfruta, demostrando que el director quizás en un futuro pueda intentar filmar buenos thrillers desde lo estético. Hay momentos en donde la cámara nos permite perseguir al protagonista dentro de ese enigma que lo rodea, con personajes distantes y misteriosos, con un clima bien logrado a pesar de lo delirante que se puede tornar todo.

A pesar de eso, en este caso se queda corto porque el surrealismo no queda bien con la temática que se propone. Y a su vez también por momentos se intenta un grado de realismo que escapa a lo que brinda la animación y la propuesta inicial (los humanos tienen unas caras con “gráficos” -digamos- de video-juego de fines de los 90) y, desde lo técnico, no hay un buen trabajo de sonido con los diálogos. Eso sí, la película no es mentirosa: realmente es un ciclo interminable, donde, si se uniera el final con el comienzo, tendríamos a la historia sucediendo una y otra vez hasta el fin de los tiempos (sólo que con el mismo pobre resultado).

En definitiva, no es por ser básico, pero somos partícipes de una historia gélida, repetitiva (de ahí el título, como habrá notado), e interminable. Es como si estuviésemos ante un video-juego que puede llegar a ser atractivo, por lo intenso, pero Zoltan Sóstai no nos deja jugar porque no larga el joystick y le divierte repetir el nivel todo el tiempo.

Pawn Shop Chronicles

Título: Pawn Shop Chronicles
Dirección: Wayne Kramer
Guión: Adam Minarovich
Género: Comedia, Crimen, Drama
Duración: 112 minutos
Orígen: Estados Unidos
Año: 2013
Reparto: Paul Walker, Matt Dilon, Brendan Fraser, Norman Reedus, Elijah Wood, etc


Despedida disparatada


Después de una extensa carrera que comenzó en una película de terror llamada Un monstruo en el armario (1986, Bob Dahlin), Paul Walker vio el final del recorrido en un trágico accidente automovilístico el pasado 30 de noviembre en Valencia, California. Aunque todavía quedan por estrenarse tres películas más con su participación (Hours, de Eric Heisserer, Fast & Furious 7, de James Wan, y Brick Mansions, de Camille Delamarre), el nuevo opus del sudafricano Wayne Kramer fue el último estreno que pudo vivenciar Walker. Pawn Shop Chronicles (2013) marca la segunda participación de Walker con Kramer, siendo la anterior la más que recomendable Running Scared (2006).

En esta nueva película, todavía no estrenada en nuestro país, tenemos una historia al estilo Pulp Fiction con reparto coral, pero centrada en un pueblito bastante endemoniado del sur de Estados Unidos, con mucho acento de la zona y un tono muy cómico. La referencia a Tarantino es notable, pero en este caso el producto se queda a medio camino por una serie de gags mal logrados y cierta previsibilidad en la trama principal: un hombre que retoma la búsqueda de su esposa, desaparecida hace seis años, al llegar al pueblo y encontrar el anillo de bodas en una casa de empeño. Este local es el hilo conductor de toda la historia, así como los objetos que se venden ahí.

El papel de Paul Walker es algo atípico en su carrera, trabajando físicamente de una forma que nunca se lo vio hacer, deformando sus expresiones para personificar a un redneck drogadicto que planea una disparatada forma de robar a su dealer junto a su colega de andanzas. Los momentos cómicos más notables de la película se dan con esta dupla, junto con el acto dedicado al personaje de Brendan Fraser, un imitador barato de Elvis Presley que llega al pueblo para un show tributo. Walker se lleva algunas partes destacadas, como cuando se plantea por qué hay que odiar a los judíos y los negros (él y su amigo pertenecen a un grupo que pregona la supremacía aria) de una forma muy infantil, o cuando están en medio de un ‘apriete’ con un drogón que les robó dinero.

Si bien todo el tiempo la película maneja un tono irónico muy entretenido (como la patente que maneja el personaje de Fraser), la trama se torna muy oscura para cuando el papel de Matt Dilon toma relevancia, y la película se convierte en una suerte de mezcla entre Sin City (la referencia quizás se hace obvia por el personaje de Elijah Wood) y la ya citada Pulp Fiction, solo que con una impronta propia y movimientos de cámara que de tan estilizados hasta molestan. Si los efectismos en el guión funcionan o no, depende de cómo se encare el visionado: como comedia negra que no se toma en serio funcionan muy bien, pero como película de acción dejan mucho que desear.

Walker, por su parte, se despide de la pantalla vestido para el robo planificado durante el comienzo de la película, con una máscara de payaso bastante tétrica, que termina a los pies del Elvis que se baja del escenario tras dar su show homenaje en la feria del condado. ¿Cómo llega ahí? Vean la película, y de paso ven a un Walker inusual compartir pantalla con un montón de grosos que se divierten notablemente mientras hacen esta rara película. Algo así como una despedida ideal para un actor que dejó el mundo en su ley.

Kon-Tiki

Título: Kon-Tiki
Dirección:Joachim Rønning y Espen Sandberg
Guión: Petter Skavlan, Allan Scott
Género: Aventura, Historia
Duración: 118 minutos
Orígen: Noruega, Reino Unido, Dinamarca, Suecia, Alemania
Año: 2012
Reparto: Pål Sverre Hagen, Anders Baasmo Christiansen, Gustaf Skarsgård


El viaje interior

 

La noruega Kon-Tiki (2012) es la tercera película de la dupla confrmada por Joachim Rønning y Espen Sandberg, dos versátiles directores que hasta ahora no se han repetido en ninguno de sus productos, y esta vez apuestan por una película más imponente desde la puesta en escena, pero más intimista desde lo narrativo.

El film narra la expedición liderada por el explorador Thor Heyerdahl, quien en 1947 intentó probar que los indígenas sudamericanos fueron capaces de establecerse en la Polinesia cruzando el Océano Pacífico en balsas, saliendo desde las costas de Perú 1500 antes que la expedición de Colón, contrario a las creencias que incluso hasta hoy persisten. Con esa premisa, y sin salirse casi nunca de ella, Rønning y Sandberg filman con una belleza asombrosa el viaje de Heyerdahl, pero a su vez lo describen como el hombre egocéntrico y decidido que fue en su momento, dedicándole momentos en los que el actor Pål Sverre Valheim Hagen se luce con los silencios y las miradas. Lo curioso es que en la realidad el explorador le tenía fobia al agua, y en la película eso está plasmado desde recursos muy sutiles, sin caer en obviedades.

En líneas generales, la película tiene esa virtud con la mayoría de sus recursos narrativos. Tranquilamente se pudo caer en un relato épico vendible a todo público pochoclero que guste de las historias “feelgood”, pero la dupla de realizadores noruegos optó por un relato más crudo, contado desde la perspectiva del protagonista sin detenerse demasiado en las emociones y otros latiguillos más propios de la industria hollywoodense. No obstante, a veces visualmente se recae en cierta belleza en exceso que le quita realismo a la propuesta.

Se puede decir que la trama es bastante llana, y que los diálogos no están muy trabajados. Incluso algunas situaciones son bastante forzadas para dar vida al guion y diferenciarse del multi-premiado documental del mismo título, que en 1951 incluso ganó el Oscar. La primera parte de la historia precisamente reconstruye el intento de Heyerdahl por conseguir la financiación para su viaje, y su encuentro paulatino con los que después serían sus acompañantes en el inolvidable periplo. La película está notablemente dividida en dos partes, con la primera ya mencionada y la segunda ese viaje imponente a mar abierto, filmado por momentos de una forma en que no se sabe cómo continuará la trama y cómo sostendrán un hilo narrativo con tan poco por contar. ¿Habrán ocurrido realmente esos contratiempos y obstáculos que debió sortear el grupo, o es sólo un gancho para hacer fluida la historia? No sabemos, pero al menos en la película funcionan y se agradecen, junto con algunas tomas bellísimas construidas con un gran desempeño digital.

Y precisamente lo que se destaca de esta ficción es como los directores hacen énfasis en la naturaleza que acompañó a Heyerdahl y sus cinco particulares acompañantes, construyendo además escenas maravillosas como un memorable travelling falso que empieza desde el grupo recostado en la superficie de la balsa y termina en la estratósfera, filmando el sol saliente sobre la silueta del planeta. Recursos técnicos no les faltan, y el aprovechamiento está a la altura para brindar una experiencia cinematográfica disfrutable desde lo visual y lo histórico.


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