De lo complejo a lo básico
12 Years a Slave viene a representar el miedo de todo cinéfilo
que se entusiasma con un determinado realizador. En este caso, el
prometedor Steve McQueen, quien debutó con la impresionante Hunger
(2008), película que para muchos es una de las mejores óperas primas
del comienzo de este siglo XXI. Luego McQueen retomaría la acción con la
polémica Shame (2011), donde repitió a Michael Fassbender en el
protagónico y lo volvió a llevar al extremo con su actuación,
permitiéndole al actor alemán brindar una de las mejores performances de
su carrera, sino la mejor.
El riesgo tanto artístico como narrativo son características fundamentales del éxito de estas dos notables obras, siendo Hunger
una película de una intensidad visual que difícilmente este director
inglés pueda volver a alcanzar, mientras que el humanismo impreso en el
trabajo con los actores en Shame, más una o dos escenas
memorables (el que la vio, no pudo haber quedado indiferente ante Carey
Mulligan cantando “New York, New York” en primerísimo primer plano),
será recordado como otro punto alto en su temprana carrera.
Y con ese bagaje llega esta nueva película suya, que se traduce en una desilusión total. 12 years a slave
es académica, básica, melodramática, exagerada y excesiva en todos los
sentidos. Es una película que McQueen, más del palo indie, seguramente
la hizo pensando en la temporada de premios. Y no sorprende que sea una
de las más nominadas para los Oscar, ni que haya ganado el premio a
Mejor Película en los Globo de Oro, y que probablemente gane tantos
otros premios más. Dentro de su falsa y calculada crudeza (muy alejada
de la destreza con la cámara en el hiperrealismo de sus anteriores dos
films), se esconde una superficialidad y un tono totalmente amable para
con el espectador, que si se deja engañar quedará encandilado con la
supuesta intensidad del relato de un hombre afroamericano que es privado
de su libertad para trabajar en la zona rural de New Orleans, cuando
allí todavía era legal la esclavitud.
Este tipo de películas prácticamente se dirigen solas, en piloto
automático. Un drama que hace que cada tanto Estados Unidos reflexione
sobre su pasado (y su presente) y haga mea culpa, como si hiciera falta
aún, con un desfile de súper-estrellas de Hollywood (sobre)actuando de a
ratos como si sólo quisieran formar parte aunque sea un poco de este
proyecto destinado a ganarlo todo. Este tipo de películas dan asco.
El único que se salva de la hoguera es, precisamente, Fassbender,
quien a tono con el relato teatral y maniqueo siempre está en el mismo
nivel y brinda un par de escenas escalofriantes en su actuación. El
protagonista, Chiwetel Ejiofor, también se salva bastante, pero sólo por
sus escenas con Fassbender (se destaca la charla a la medianoche con
ambos abrazados amenazadoramente, sólo iluminados por un candelabro, con
uno intentando persuadir al otro sobre una mentira). El resto, todos
sobreactuados de forma espantosa e insoportable en sus participaciones,
con Brad Pitt, también productor de la película, haciendo de un
prototipo de Abraham Lincoln redentor y todopoderoso, como el colmo de
los colmos.
Este tipo de películas indudablemente funcionan muy bien en Estados
Unidos, tanto para la taquilla como para la temporada de premios, ya que
críticos y público con ojo poco entrenado siempre suelen caer en la
trampa de este tipo de obviedades en donde cada uno de los elementos del
relato están hechos con la única intención de conmover de forma berreta
para ganar algún reconocimiento.
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