Él abrió los ojos lentamente, descubriendo lo imposible que resultaba no sentir frío. Estaba en posición fetal, desnudo y arrugado, pero arrugado por el agua. Se sentía recién nacido, y abrazaba una guitarra española que lucía andrajosa.
Tardó un rato en incorporarse, cuando cayó en la cuenta de que estaba en un lugar tan lúgubre como su pasado. Un dolor en el pecho era la señal de que algo andaba mal, y era inevitable no molestarse con esa gotera que resonaba en el lugar, con un eterno y constante "ploc, ploc" haciendo un eco aterrador y desesperanzador. Él miraba atónito: no podía creer que volvía a ese lugar al que alguna vez perteneció, porque soñaba con nunca regresar, porque creía en lo que la vida le había obsequiado.
Sus pensamientos se tornaron tensos, porque de a poco iba cayendo en la cuenta de que todo se había vuelto insosteniblemente real. La vida no tenía más sentido, pensaba. Él estaba ahí, despojado de ropa, así como de sentimientos alegres y ganas de levantarse. Pero el frío y la humedad del lugar lo apremiaban, porque, si bien no podía soportar un minuto más de respiración, ni soportar un latido gratuito de su corazón roto, sabía que dependía de él lo que venía.
Su barba le picaba; nunca lo había hecho. El cabello le pesaba; nunca había notado cómo lo tenía. Las manos se aferraban a la guitarra que envolvía, porque era el símbolo de que el pasado podía regresar. Su piel rozaba la madera que alguna vez sirvió de caja de resonancia para bellas y adorables melodías. Y su voz se oía fuerte: ella cantaba al ritmo de las cuerdas estrepitosas, y el corazón de su ejecutor se retorcía del dolor ante la idea de caer bruscamente de nuevo a ese presente hostil en el que se encontraba sumido.
Su cabeza no sabía qué hacer; el cuello sobraba. Su cuerpo no sentía nada, sólo un vacío interior que le quitó unos segundos de pensamiento frívolo: ¿Es el vacío, algo percibible? Si lo siento, ¿por qué se lo llama vacío? ¿Qué me llena en esta angustia? ¿Sus recuerdos?
La mirada perdida caía en la cuenta de una tenue luz que lo alumbraba desde arriba, muy arriba. El lugar lucía raro, como si fuera una alcantarilla vieja y abandonada, escondida en el subterráneo espacio de quién sabe que rincón del mundo.
Quiso levantarse... después se arrepintió. Quiso mirar hacia la luz... le dio pereza. Quiso sentir que podía sentir... no pasó nada. Él sabía que todo era en vano, porque al cruzar esa escalera que ahora lentamente se volvía corpórea en el inhóspito sitio en el que se encontraba cobijado, muerto de frío y de despojo, no habría nadie esperándolo. O al menos no quien él esperaba.
De pronto, las gotas se hicieron entender: no eran gotas, sino lágrimas. La oscuridad se hacía más clara: no era una alcantarilla, era su mente, o lo que había quedado de ella después de días de elucubraciones respecto a cómo se podía salvar lo insalvable, una relación que nunca perduraría, porque uno de los dos no tenía interés en hacerlo. Y él sabía que sí lo había intentado.
La escalera se veía pequeña y corta... pero no era una escalera, sino su expectativa de seguir. Y la guitarra... la guitarra. No era una guitarra: era sólo una imagen más, de tantas en el penoso recuerdo de su melodiosa vida soñada, y ahora olvidada y destruida.
Lo que lo rodeaba era su hogar. Su nuevo espacio. Su nueva concepción de la existencia. Todo se había consumido en un eterno sinsabor ante la mera presencia de su bello rostro en la memoria inmediata. Qué bello rostro... y nunca volvería a ver uno igual. Sólo se quedaría allí, abrazando el recuerdo, y quedándose a la espera de la hora de la lactancia.
Se había convertido en lo que ya no quería ser: debía volver al orígen, al seno, al resguardo. Ya nada de eso importaba: ella lo había dejado, y todo se derrumbaba lentamente a su alrededor, entre quejidos y esos recuerdos, recuerdos que nunca más se irían.
Tardó un rato en incorporarse, cuando cayó en la cuenta de que estaba en un lugar tan lúgubre como su pasado. Un dolor en el pecho era la señal de que algo andaba mal, y era inevitable no molestarse con esa gotera que resonaba en el lugar, con un eterno y constante "ploc, ploc" haciendo un eco aterrador y desesperanzador. Él miraba atónito: no podía creer que volvía a ese lugar al que alguna vez perteneció, porque soñaba con nunca regresar, porque creía en lo que la vida le había obsequiado.
Sus pensamientos se tornaron tensos, porque de a poco iba cayendo en la cuenta de que todo se había vuelto insosteniblemente real. La vida no tenía más sentido, pensaba. Él estaba ahí, despojado de ropa, así como de sentimientos alegres y ganas de levantarse. Pero el frío y la humedad del lugar lo apremiaban, porque, si bien no podía soportar un minuto más de respiración, ni soportar un latido gratuito de su corazón roto, sabía que dependía de él lo que venía.
Su barba le picaba; nunca lo había hecho. El cabello le pesaba; nunca había notado cómo lo tenía. Las manos se aferraban a la guitarra que envolvía, porque era el símbolo de que el pasado podía regresar. Su piel rozaba la madera que alguna vez sirvió de caja de resonancia para bellas y adorables melodías. Y su voz se oía fuerte: ella cantaba al ritmo de las cuerdas estrepitosas, y el corazón de su ejecutor se retorcía del dolor ante la idea de caer bruscamente de nuevo a ese presente hostil en el que se encontraba sumido.
Su cabeza no sabía qué hacer; el cuello sobraba. Su cuerpo no sentía nada, sólo un vacío interior que le quitó unos segundos de pensamiento frívolo: ¿Es el vacío, algo percibible? Si lo siento, ¿por qué se lo llama vacío? ¿Qué me llena en esta angustia? ¿Sus recuerdos?
La mirada perdida caía en la cuenta de una tenue luz que lo alumbraba desde arriba, muy arriba. El lugar lucía raro, como si fuera una alcantarilla vieja y abandonada, escondida en el subterráneo espacio de quién sabe que rincón del mundo.
Quiso levantarse... después se arrepintió. Quiso mirar hacia la luz... le dio pereza. Quiso sentir que podía sentir... no pasó nada. Él sabía que todo era en vano, porque al cruzar esa escalera que ahora lentamente se volvía corpórea en el inhóspito sitio en el que se encontraba cobijado, muerto de frío y de despojo, no habría nadie esperándolo. O al menos no quien él esperaba.
De pronto, las gotas se hicieron entender: no eran gotas, sino lágrimas. La oscuridad se hacía más clara: no era una alcantarilla, era su mente, o lo que había quedado de ella después de días de elucubraciones respecto a cómo se podía salvar lo insalvable, una relación que nunca perduraría, porque uno de los dos no tenía interés en hacerlo. Y él sabía que sí lo había intentado.
La escalera se veía pequeña y corta... pero no era una escalera, sino su expectativa de seguir. Y la guitarra... la guitarra. No era una guitarra: era sólo una imagen más, de tantas en el penoso recuerdo de su melodiosa vida soñada, y ahora olvidada y destruida.
Lo que lo rodeaba era su hogar. Su nuevo espacio. Su nueva concepción de la existencia. Todo se había consumido en un eterno sinsabor ante la mera presencia de su bello rostro en la memoria inmediata. Qué bello rostro... y nunca volvería a ver uno igual. Sólo se quedaría allí, abrazando el recuerdo, y quedándose a la espera de la hora de la lactancia.
Se había convertido en lo que ya no quería ser: debía volver al orígen, al seno, al resguardo. Ya nada de eso importaba: ella lo había dejado, y todo se derrumbaba lentamente a su alrededor, entre quejidos y esos recuerdos, recuerdos que nunca más se irían.