Manejo mi propio taller mecánico, gracias a Dios, desde el año en que cumplí los veinte y la vida se llevó a mis padres en un lapso de nueve meses. Primero fue mi padre, Aurelio, que no soportó el cáncer de garganta y terminó siendo acompañado meses más tarde por su amada Melina, que se entregó a la tristeza y el dolor de no tener más consigo al hombre que le dio todo en sus casi veinticinco años de casados.
Pero no quiero contar mi historia de vida, ni la de mis padres, que en paz descansen. Les quiero hablar de un episodio que tengo en la memoria desde hace bastante (ya no recuerdo cuánto tiempo pasó) y que no me permite pegar un ojo desde entonces.
Yo vivo en un barrio muy tranquilo, donde todas las casas son iguales, exceptuando las flores del jardín de la señora Fernandez Casal, pero bueno, no voy a hablar de su atractivo jardinero tampoco... Como les decía, una tarde me encontraba yo trabajando, como siempre, en la monotonía de mi taller, del monótono vecindario en el que vivo desde hace ya sesenta largos y monótonos años, cuando, como siempre, el pequeño Tomás se sentó en el cordón de la vereda con sus dos camioncitos y ese muñeco del astronauta de esa película de juguetes que nunca recuerdo el nombre. Ese muchachito era increíble. Su imaginación era insólita para alguien de su edad (calculo que tendrá nueve o diez años). Él siempre venía a hacerme preguntas sobre tecnicismos mecánicos, como, por ejemplo, si se podía construir una nave espacial con elementos de un taller, para viajar a la estratósfera en una cápsula como la de la perra Laika. También me preguntaba cosas como si el metal resiste el cambio a la gravedad cero, o si yo era capaz de construirle un tanque de helio. El chico realmente quería hacer volar su muñeco.
Yo, por supuesto, le contestaba acorde a la ingenuidad de los chicos de su edad. Pero nunca me imaginé que él podía llegar tan lejos. Insisto, el quería hacer volar su muñeco a toda costa. Cueste lo que cueste.
Nunca voy a olvidar aquel 20 de marzo. Ese otro chiquito, Arturo, hijo de padre militar y madre fisicoculturista, se le acercó a Tomás, eufórico, comentándole que habían encontrado algo con Dalila (otra niña del vecindario) en la zanja del señor Harrison, un gringo que nos cobra para que podamos tirar nuestra basura en el pozo que tiene en el patio trasero de su casona vieja y destartalada. Juraría que Tomás me miró de reojo por una milésima de segundo antes de responderle a su amigo y salir corriendo hacia lo del viejo Harrison, al final de la calle Piedras Blancas, en el fondo del barrio.
Era de siesta. Aquí siempre se durmió desde después del almuerzo hasta la hora del té, por que es un barrio privado, y la gente de oficina trabaja de día y descansa el resto. Como yo mantengo (o mantenía) mi taller abierto todo el día, porque de eso vivo, era el único del barrio que conocía la vida 'siestera' de la zona, así que -como se imaginarán- ¿a quién regañaban las madres si sus mocosos traviesos se metían en problemas o les pasaba algo? Por supuesto, al viejo Joaquín del taller mecánico. Por cierto, se preguntarán qué hace un taller mecánico en un barrio privado... esa es otra historia, pero les advierto que mis padres llegaron primero.
Como les decía, estos chicos salieron corriendo a toda velocidad, gritando sobre su gran hallazgo. Hay dos cosas que no pueden terminar bien por aquí: una, que tres niños encuentren algo en esa zanja podrida; y dos, que un niño con las ambiciones delirantes del pequeño Tomás sea uno de esos tres. Así que crucé la calle y toqué el timbre de la señorita Crauss, para advertirle que su hijo se fue por ahí con el perturbado Arturito y la prematura Dalila, hija de una streaper y un padre ausente. Me atendió la mucama, diciéndome que los padres de Tomás habían salido un momento, y que les haría saber de la travesura de su hijo. Yo le pregunté qué demonios hacía ella que no cuidaba del mocoso, cuando me cerró la puerta en la cara, no sin antes escupirme un enfadado "no soy niñera".
Con todo el tedio del mundo, tuve que perseguir a los tres chiquillos para asegurarme de que no les pase nada. No porque les guarde cariño (jamás, después de lo que me hicieron), sino porque no quería cargar con la culpa en el caso de que les pase algo que yo podía evitar. Me dirigí hacia la casa del viejo Harrison lo más rápido que el dolor de espalda me permitió (aún así soy muy rápido, ¿saben?). Noté que la puerta de entrada estaba abierta, así que fui directamente a hablar con él, ya que supuse que ante esa circunstancia los chiquitos no andarían metiéndose donde no corresponde. Golpeé las manos y él salió.
- Ey, Harrison, ¿no ha visto a tres niños jugando por aquí? - le pregunté, elevando la voz por su zordera arrastrada desde Vietnam y su flojísimo castellano.
- No... no visto niños - me respondió, indiferente.
- OK, gracias, hasta luego - dije, como para concluír la charla lo antes posible. Y de ahí decidí no hurgar en su zanja y volver a mi taller, que tontamente había dejado abierto ante el repentino acontecimiento.
Cuando volví, el taller estaba cerrado. Yo no recordaba haberlo hecho. Fui hasta mi casa (que queda unos metros a la derecha del taller) y noté que había barro en la entrada, así que temí lo peor. No es que sea miedoso, para nada. Es que a mi edad no se puede lidiar con ladrones, y mucho menos con unos pequeños maleantes.
Al entrar a la casa, oí pasos en la cocina, lo que me asustó aún más, porque confirmaba mis sospechas. Me quedé quieto buscando algo con que defenderme, divisando el fracaso ante la lejana opción de un paraguas. Caminé silenciosa pero rápidamente hasta la puerta de la cocina, donde estaba el paraguas colocado en un sesto. Con total cuidado comencé a asomar mi mano para retirarlo, cuando ante mí apareció una muchacha desnuda y con una máscara de gorila, riendo socarronamente. Ante semejante susto, caí hacia atrás y me golpeé la cabeza con el suelo, mientras ella bailaba una danza exótica y reía con sorna. A lo lejos, otras voces reían a los gritos y ruidos de herramientas se escuchaban claramente. Ahí entendí todo: era una maniobra de distracción para robar mis cosas del taller. Seguramente ese malnacido de Tomás lo había planeado todo con Arturito, y la mocosa desnuda ante mí era Dalila. Ella salió corriendo al ver lo rápido que me incorporé y salí a toda velocidad rumbo al taller para atrapar a esos bándalos. Pero se habían escapado por la ventana que da a mi patio trasero, riendo con mi caja de herramientas en mano, y Dalila cubierta con un toallón que Arturo le tenía preparado.
Llamé a la policía y luego fui a buscarlos a sus casas, pero no había nadie. Ni siquiera la mucama en lo de Tomás. Al volver a mi casa me di cuenta que habían entrado otra vez, pero esta vez para robarse el paraguas. La ira no me permitió hablarle con claridad al oficial, por lo que no tomaron en serio mi denuncia e incluso insinuaron que debía descansar mejor porque trabajo demasiado.
- Los vamos a vigilar... - me dijeron. Pero yo sabía que no era así. Son hijos de personas muy pudientes, exceptuando a Dalila.
Esa noche, cuando fui a dormir, no me los podía sacar de la cabeza. ¿Cómo una niña de 12 años puede tener ese cuerpo? ¿Cómo niños tan pequeños planearon todo eso? ¿Y por qué contra mí, y de esa forma tan macabra y perturbadora? Mi estupefacción no me permitió notar que, unos segundos antes, una muchacha con la máscara de gorila estaba parada en el umbral de la puerta de mi dormitorio. Asustado, me paré y me dispuse a perseguirla con un cenicero en la mano, sin reparar en nada. Al salir al pasillo, la vi bajando las escaleras hacia mi taller. Me detuve. Pensé que quizás estarían robándome otra vez, así que decidí llamar a la policía. Fui hasta el teléfono, pero lo encontré desconectado, con los cables rotos, y una notita que decía "ESTA VEZ NO".
Ya no cabía en mí mismo. Esos chiquitos estaban dementes. Me dieron palpitaciones y comencé a sudar en frío. Caí de rodillas, con un fuerte dolor en el pecho, y no pude hacer nada para evitar que un muchachito pase corriendo detrás de mí con una bolsa llena de más herramientas, y luego otro -tal vez Tomás- con una lata de pintura. Me desmayé.
Al día siguiente, en el patio de los Crauss, ese estúpido astronauta salió despedido de una catapulta. Se elevó unos treinta metros de manera espectacular, y lentamente descendió amortiguando su caída con la tela y los rayos de un paraguas negro y grande. Mirando a la nada con esa sonrisa petulante, caía lentamente junto con las primeras hojas de los árboles que sucumbían ante el cambio de estación.
Esa mañana, el médico dijo que no me altere más, y me aseguró que todo lo que yo había "soñado" me había causado una conmoción muy grande, pero no llegué al infarto. Sin embargo, a la altura de mi ventana acababa de pasar la prueba de que lo que me ocurrió no fue ni un sueño ni una pesadilla. Tampoco las siguientes noches, que siempre me amagan con ser imaginadas pero terminan materializándose en la espantosa (y muy real) risa burlona de la muchachita que se asoma por la puerta para comprobar que estoy durmiendo. Mi taller se vacía cada día un poco más, y yo me encuentro incapacitado para trabajar, por lo que el municipio me paga una jubilación prematura. ¿Cómo nadie se da cuenta de lo que esos mocosos hacen conmigo? ¿Cómo nadie nota lo llena que está la zanja de Harrison?
Juraría que Tomás me miró de reojo aquella tarde. Juraría que mis padres llegaron primeros a este vecindario. Juraría que otra vez acaba de asomarse por la puerta esa muchacha... ¡Odio su risa!
Pero no quiero contar mi historia de vida, ni la de mis padres, que en paz descansen. Les quiero hablar de un episodio que tengo en la memoria desde hace bastante (ya no recuerdo cuánto tiempo pasó) y que no me permite pegar un ojo desde entonces.
Yo vivo en un barrio muy tranquilo, donde todas las casas son iguales, exceptuando las flores del jardín de la señora Fernandez Casal, pero bueno, no voy a hablar de su atractivo jardinero tampoco... Como les decía, una tarde me encontraba yo trabajando, como siempre, en la monotonía de mi taller, del monótono vecindario en el que vivo desde hace ya sesenta largos y monótonos años, cuando, como siempre, el pequeño Tomás se sentó en el cordón de la vereda con sus dos camioncitos y ese muñeco del astronauta de esa película de juguetes que nunca recuerdo el nombre. Ese muchachito era increíble. Su imaginación era insólita para alguien de su edad (calculo que tendrá nueve o diez años). Él siempre venía a hacerme preguntas sobre tecnicismos mecánicos, como, por ejemplo, si se podía construir una nave espacial con elementos de un taller, para viajar a la estratósfera en una cápsula como la de la perra Laika. También me preguntaba cosas como si el metal resiste el cambio a la gravedad cero, o si yo era capaz de construirle un tanque de helio. El chico realmente quería hacer volar su muñeco.
Yo, por supuesto, le contestaba acorde a la ingenuidad de los chicos de su edad. Pero nunca me imaginé que él podía llegar tan lejos. Insisto, el quería hacer volar su muñeco a toda costa. Cueste lo que cueste.
Nunca voy a olvidar aquel 20 de marzo. Ese otro chiquito, Arturo, hijo de padre militar y madre fisicoculturista, se le acercó a Tomás, eufórico, comentándole que habían encontrado algo con Dalila (otra niña del vecindario) en la zanja del señor Harrison, un gringo que nos cobra para que podamos tirar nuestra basura en el pozo que tiene en el patio trasero de su casona vieja y destartalada. Juraría que Tomás me miró de reojo por una milésima de segundo antes de responderle a su amigo y salir corriendo hacia lo del viejo Harrison, al final de la calle Piedras Blancas, en el fondo del barrio.
Era de siesta. Aquí siempre se durmió desde después del almuerzo hasta la hora del té, por que es un barrio privado, y la gente de oficina trabaja de día y descansa el resto. Como yo mantengo (o mantenía) mi taller abierto todo el día, porque de eso vivo, era el único del barrio que conocía la vida 'siestera' de la zona, así que -como se imaginarán- ¿a quién regañaban las madres si sus mocosos traviesos se metían en problemas o les pasaba algo? Por supuesto, al viejo Joaquín del taller mecánico. Por cierto, se preguntarán qué hace un taller mecánico en un barrio privado... esa es otra historia, pero les advierto que mis padres llegaron primero.
Como les decía, estos chicos salieron corriendo a toda velocidad, gritando sobre su gran hallazgo. Hay dos cosas que no pueden terminar bien por aquí: una, que tres niños encuentren algo en esa zanja podrida; y dos, que un niño con las ambiciones delirantes del pequeño Tomás sea uno de esos tres. Así que crucé la calle y toqué el timbre de la señorita Crauss, para advertirle que su hijo se fue por ahí con el perturbado Arturito y la prematura Dalila, hija de una streaper y un padre ausente. Me atendió la mucama, diciéndome que los padres de Tomás habían salido un momento, y que les haría saber de la travesura de su hijo. Yo le pregunté qué demonios hacía ella que no cuidaba del mocoso, cuando me cerró la puerta en la cara, no sin antes escupirme un enfadado "no soy niñera".
Con todo el tedio del mundo, tuve que perseguir a los tres chiquillos para asegurarme de que no les pase nada. No porque les guarde cariño (jamás, después de lo que me hicieron), sino porque no quería cargar con la culpa en el caso de que les pase algo que yo podía evitar. Me dirigí hacia la casa del viejo Harrison lo más rápido que el dolor de espalda me permitió (aún así soy muy rápido, ¿saben?). Noté que la puerta de entrada estaba abierta, así que fui directamente a hablar con él, ya que supuse que ante esa circunstancia los chiquitos no andarían metiéndose donde no corresponde. Golpeé las manos y él salió.
- Ey, Harrison, ¿no ha visto a tres niños jugando por aquí? - le pregunté, elevando la voz por su zordera arrastrada desde Vietnam y su flojísimo castellano.
- No... no visto niños - me respondió, indiferente.
- OK, gracias, hasta luego - dije, como para concluír la charla lo antes posible. Y de ahí decidí no hurgar en su zanja y volver a mi taller, que tontamente había dejado abierto ante el repentino acontecimiento.
Cuando volví, el taller estaba cerrado. Yo no recordaba haberlo hecho. Fui hasta mi casa (que queda unos metros a la derecha del taller) y noté que había barro en la entrada, así que temí lo peor. No es que sea miedoso, para nada. Es que a mi edad no se puede lidiar con ladrones, y mucho menos con unos pequeños maleantes.
Al entrar a la casa, oí pasos en la cocina, lo que me asustó aún más, porque confirmaba mis sospechas. Me quedé quieto buscando algo con que defenderme, divisando el fracaso ante la lejana opción de un paraguas. Caminé silenciosa pero rápidamente hasta la puerta de la cocina, donde estaba el paraguas colocado en un sesto. Con total cuidado comencé a asomar mi mano para retirarlo, cuando ante mí apareció una muchacha desnuda y con una máscara de gorila, riendo socarronamente. Ante semejante susto, caí hacia atrás y me golpeé la cabeza con el suelo, mientras ella bailaba una danza exótica y reía con sorna. A lo lejos, otras voces reían a los gritos y ruidos de herramientas se escuchaban claramente. Ahí entendí todo: era una maniobra de distracción para robar mis cosas del taller. Seguramente ese malnacido de Tomás lo había planeado todo con Arturito, y la mocosa desnuda ante mí era Dalila. Ella salió corriendo al ver lo rápido que me incorporé y salí a toda velocidad rumbo al taller para atrapar a esos bándalos. Pero se habían escapado por la ventana que da a mi patio trasero, riendo con mi caja de herramientas en mano, y Dalila cubierta con un toallón que Arturo le tenía preparado.
Llamé a la policía y luego fui a buscarlos a sus casas, pero no había nadie. Ni siquiera la mucama en lo de Tomás. Al volver a mi casa me di cuenta que habían entrado otra vez, pero esta vez para robarse el paraguas. La ira no me permitió hablarle con claridad al oficial, por lo que no tomaron en serio mi denuncia e incluso insinuaron que debía descansar mejor porque trabajo demasiado.
- Los vamos a vigilar... - me dijeron. Pero yo sabía que no era así. Son hijos de personas muy pudientes, exceptuando a Dalila.
Esa noche, cuando fui a dormir, no me los podía sacar de la cabeza. ¿Cómo una niña de 12 años puede tener ese cuerpo? ¿Cómo niños tan pequeños planearon todo eso? ¿Y por qué contra mí, y de esa forma tan macabra y perturbadora? Mi estupefacción no me permitió notar que, unos segundos antes, una muchacha con la máscara de gorila estaba parada en el umbral de la puerta de mi dormitorio. Asustado, me paré y me dispuse a perseguirla con un cenicero en la mano, sin reparar en nada. Al salir al pasillo, la vi bajando las escaleras hacia mi taller. Me detuve. Pensé que quizás estarían robándome otra vez, así que decidí llamar a la policía. Fui hasta el teléfono, pero lo encontré desconectado, con los cables rotos, y una notita que decía "ESTA VEZ NO".
Ya no cabía en mí mismo. Esos chiquitos estaban dementes. Me dieron palpitaciones y comencé a sudar en frío. Caí de rodillas, con un fuerte dolor en el pecho, y no pude hacer nada para evitar que un muchachito pase corriendo detrás de mí con una bolsa llena de más herramientas, y luego otro -tal vez Tomás- con una lata de pintura. Me desmayé.
Al día siguiente, en el patio de los Crauss, ese estúpido astronauta salió despedido de una catapulta. Se elevó unos treinta metros de manera espectacular, y lentamente descendió amortiguando su caída con la tela y los rayos de un paraguas negro y grande. Mirando a la nada con esa sonrisa petulante, caía lentamente junto con las primeras hojas de los árboles que sucumbían ante el cambio de estación.
Esa mañana, el médico dijo que no me altere más, y me aseguró que todo lo que yo había "soñado" me había causado una conmoción muy grande, pero no llegué al infarto. Sin embargo, a la altura de mi ventana acababa de pasar la prueba de que lo que me ocurrió no fue ni un sueño ni una pesadilla. Tampoco las siguientes noches, que siempre me amagan con ser imaginadas pero terminan materializándose en la espantosa (y muy real) risa burlona de la muchachita que se asoma por la puerta para comprobar que estoy durmiendo. Mi taller se vacía cada día un poco más, y yo me encuentro incapacitado para trabajar, por lo que el municipio me paga una jubilación prematura. ¿Cómo nadie se da cuenta de lo que esos mocosos hacen conmigo? ¿Cómo nadie nota lo llena que está la zanja de Harrison?
Juraría que Tomás me miró de reojo aquella tarde. Juraría que mis padres llegaron primeros a este vecindario. Juraría que otra vez acaba de asomarse por la puerta esa muchacha... ¡Odio su risa!