Mi documental "A Fanatic By Choice"

miércoles, 13 de agosto de 2014

Descubriendo a Matt Piedmont

Piedmont (al medio) dirigiendo en uno de sus tan particulares mini-sets
Hace 10 años, más precisamente el 9 de julio del 2004, el cine estadounidense daba a luz una obra maestra que dio a conocer a un nuevo genio llamado Adam McKay. Su ópera prima, Anchorman: The Legend of Ron Burgundy (producida por Jud Apatow), cambió la comedia para siempre y dio lugar a un sinfin de actores talentosos que hoy son mega-estrellas de Hollywood. 
Desde entonces, McKay se alió al alma máter de Anchorman, Will Ferrell, y formaron una dupla que fue la piedra angular de lo que después se conocería como la Nueva Comedia Americana (con otros referentes como Jud Apatow, Ben Stiller, Wes Anderson, etc). Juntos, crearon ese planeta virtual llamado Funny or Die, inspirados en sus raíces de Saturday Night Live, y continuaron trabajando (desde el guión y la producción) en los siguientes trabajos de McKay detrás de cámara. En ese aluvión de creatividad se consolidó la productora Gary Sanchez Productions, con la cual estuvieron detrás de todo tipo de ocurrencias y experimentos que perfeccionaron y sirvieron como alternativa para lo que Hollywood produjo desde la comedia en los años venideros. 

En ese contexto, dieron a luz a un "hijo" llamado Matt Piedmont, también crecido del árbol de Saturday Night Live (como guionista de más de 100 episodios entre 1996 y el 2002), quien debutó como realizador cinematográfico con el corto Brick Novax's Diary en el 2011. Este film de 14 minutos, hecho con maquetas y muñecos, además de darle el Premio Especial del Jurado en la sección de cortometrajes del Festival de Sundance, sentó las bases en lo que sería su estilo narrativo en sus siguientes trabajos más importantes.
En él vemos a Brick Novax, ya de viejo y a punto de morir, narrando su vida en cuatro tapes grabados en cinta. La peculiaridad de sus hazañas rozan el absurdo por su grandilocuencia, pero tenemos claro que fue alguien muy particular, marcado por el jazz y malas decisiones amorosas, así como también una ideología y filosofía que lo guió a lo largo de su extravagante vida. Extrañas puestas de cámara y el absurdo como tono imperante marcaron la tendencia a lo que vendría después. Por lo pronto, más de una publicación y festivales lo pusieron como uno de los principales directores a prestar atención en adelante. Matt no defraudaría.

No fue hasta el 2012 que Piedmont debutó con un largometraje, Casa de mi Padre. Si en la última década hay una película que merece ser catalogada con esa frase hecha, "algo nunca antes visto", es esta. Una sátira a las telenovelas latinas y los spaghetti westerns de Sergio Leone y Clint Eastwood, con Will Ferrell metido en el medio, hablando español durante toda la película, junto a co-protagonistas de la talla de Gael García Bernal y Diego Luna. 
En el proceso, junto a pasajes musicales exquisitos (que incluyen al Puma Rodriguez cantando durante una boda) y un baño de hemoglobina y tiros, algo se destaca: la idea del cine dentro del cine, hecha gag. La intención de develar constantemente el artificio cinematográfico es uno de los objetivos mayores para un Piedmont que hace reir filmando adrede errores groseros de continuidad y raccord, problemas de edición, utilería muy precaria y registros de actuación exageradísimos, pero con una calidad plástica asombrosa. Es así que, por ejemplo, nos podemos topar con una situación normal, como un diálogo, lleno de errores a nivel formal pero hechos con una fotografía increíble y una gran originalidad en la puesta de cámara. Además, como pocos en su género en la actualidad, Piedmont hace reir con el montaje. Un montaje, por cierto, muy retocado con elementos de la publicidad (en la que el realizador tiene una vasta experiencia) y el videoclip. El resultado final es una genialidad desopilante en la que, como logró en su momento McKay con su ópera prima, disfrutan tanto los que están delante de cámara como los que están detrás, además de los que están frente a la pantalla. 

Pero no queda ahí: Casa de mi Padre además se permite dar una perspectiva política sobre el eterno conflicto fronterizo entre Estados Unidos y México, con una sutileza impecable. Si a una trama de narcos y amores no correspondidos le agregamos el mensaje que se da sobre los prejuicios de los norteamericanos hacia los mexicanos, nos damos cuenta que Piedmont no está para la risa fácil. 

Dos años después, llegamos a este año, con Piedmont volviendo a la televisión, donde se forjó como un narrador muy particular y respetado por sus pares (tanto como guionista de SNL -desempeño que le valió un Emmy- como director de varios episodios de la serie Carpet Bros, así como también un extraño experimento de largometraje televisivo titulado The Joe Buck Show). El proyecto, nuevamente con la factoría Gary Sanchez apoyándolo y Will Ferrell dispuesto a desplegar todo su talento inigualable en pantalla para darle vida al producto, esta vez fue la mini-serie The Spoils of Babylon. Otra obra inclasificable que abarca muchísimos registros y subgéneros para valerse del fin último: reirse del artificio cinematográfico.

"Hollywood, donde los sueños se hacen realidad, salvo que te atrevas a soñar con algo audaz y original", dice Eric Jonrosh, el personaje que encarna Ferrell, al comienzo de uno de los seis episodios. La crítica a la industria hollywoodense se hace palpable en esta mini-serie que cuenta la historia ficticia de un falso best-seller escrito por Jonrosh (quien presenta cada capítulo con un epílogo y un prólogo que se roban todas las risas, con él simplemente sentado en un restaurant vacío tomando mucho vino y rodeado de extravagantes lentes viejos de cine), filmada a la manera de los "TV events" de los 70 y 80 en Estados Unidos, y contada por su escritor y director a modo de constante contexto para remarcar lo difícil que fue encarar un proyecto de ese tamaño (supuestamente el director's cut duraba 22 horas) dentro de la esquemática Hollywood. 
Pero más allá de ese mensaje, hay algo que escapa a cualquier análisis, y es una épica trágica de un tono dramático impecable, revestida con el humor ya característico de McKay y Ferrell, aunque ahora visto a través del lente de Piedmont. Este último recurre a ciertos elementos de Brick Novax's Diary (el personaje moribundo narrando su vida en una cinta; la excentricidad y grandilocuencia del protagonista) para apoyarse en un nuevo experimento de comedia, en el que se juega constantemente con los límites entre historia y relato y se hace del artificio berreta un gag constante. Todo esto interpretado por un elenco de primer nivel: Tobey MaGuire, Tim Robins, Kristen Wiig (que fue nominada al Emmy por su actuación), Will Ferrell, Val Kilmer, Haley Joel Osment, etc.
Como en Casa de mi Padre (y todo Brick Novax's Diary), los planos usados para transiciones o de manera narrativa para hacer un pase a otra escena se hacen en maquetas a escala y con muñecos que se notan perfectamente. Es así que tenemos un vehículo viajando por la ruta y, en vez de ser filmado con una toma aérea y en un gran plano general con locaciones verdaderas, podemos notar perfectamente el autito de juguete tirado por un hilo en medio de una escenografía del tamaño de una mesa. A eso agregamos la constante tendencia a incorporar maniquíes como personajes: desde notorios extras hasta el extremo de uno que hasta tiene diálogos.

Genialidades como estos detalles se suman a una forma única de narrar las escenas de sexo: en Casa de mi Padre tenemos quizás la versión más bizarra, extraña e incómoda de filmar un encuentro sexual, solo teniendo planos cortos de los culos de Will Ferrell y una mujer (que de a ratos, por supuesto, se convierte en un maniquí), mientras que en The Spoils of Babylon tenemos las etapas del acto sexual representadas con falsas tapas de discos de jazz y sus títulos ("Almost there!", "Moans in the night", "Ecstasy!", etc). Más y más genialidades.

Todas esas ocurrencias, sin embargo, están mostradas desde la proeza de la cámara, con un detallismo increíble y una belleza plástica conmovedora, que muchas veces deja de lado el tono cómico. En el estilo de Piedmont con la cámara se encuentran trazos de un Wes Anderson, Paul Thomas Anderson, Robert Rodriguez y por supuesto Adam McKay. Cuesta encontrar hoy en día un realizador que, con tan poco trabajo en su currículum, haya logrado una impronta estilística tan marcada y que a su vez reúna ese tipo de claras influencias a la hora de ubicar la cámara y definir los elementos de la narración. 

Sin dudas, el futuro de Matt Piedmont es promisorio. Por lo pronto, se sabe que The Spoils of Babylon tendrá una segunda temporada, aunque ahora será una historia completamente diferente titulada The Spoils Before Dying, que únicamente tendrá al personaje de Will Ferrell, Eric Jonrosh, repitiendo aparición, seguramente como ese escritor original, extravagante e incomprendido que bien puede ser un alter ego de Piedmont (un tipo que logró una genialidad como Casa de mi Padre con tan solo 6 millones de dólares y luego se permitió una locura como la ya mencionada mini-serie). ¿Extravagante? Por supuesto. ¿Original? Muy. ¿Incomprendido? Su anonimato dentro de la industria cinematográfica y su valor no reconocido por la crítica de la nueva comedia americana demuestran que por ahora sí lo es. Por eso nació la idea de un artículo como este para reivindicarlo y advertir a todos de su existencia: ¡Hey, gente, hay un loco llamado Matt Piedmont que recién empieza su carrera como director, y es un fucking genio!


martes, 22 de abril de 2014

Le Passé

 Autopsia familiar
(crítica co-escrita con Soledad Velasco para La Mirada Indiscreta)

En cinco ocasiones diferentes, cinco personajes diferentes, deciden volver sobre sus pasos para tomar una decisión diferente. Se trata de una adolescente atribulada, un hombre atrapado en medio de un conflicto interfamiliar, una madre llena de incógnitas y una empleada inmigrante que está dispuesta a todo por mantener su (precaria) condición laboral. Detrás de todo ese enredo, Asghar Farhadi, ese genio que nos brindó una de los dramas familiares más humanos del cine contemporáneo con la brillante Nader y Simin: Una separación (2011), atando cabos y manejando a su antojo a los miembros de un melodrama digno de una telenovela de la tarde pero impregnado de tanto lenguaje cinematográfico que hasta parece un milagro.

Asghar Farhadi se dispone a involucrarnos en una trama de enredos, bien circular, con hilos tensados que aprietan, que agobian y marean. Nos lanza en el epicentro de un lavarropas en pleno centrifugado. El centro es ella, la mujer, la pachamama, la criadora de hijos, la salvadora, el eje de la familia, la que tiene la valentía para sobreponerse a las pérdidas. Marie, María, la Madre. A su alrededor, los hombres y los hijos, suyos y ajenos. Todos a su cargo, esperando algo de ella: que actúe bien, que reserve el hotel, que tenga moral, que sea paciente, que limpie. Y ella que cada vez se parece más a un león enjaulado pidiendo que la quieran pero siendo incapaz de dar un beso o una caricia. ¿En qué la convirtió la vida? Tan ocupada que es incapaz de dar afecto. De todas formas, no sólo a ella, sino a todos los personajes del film les cuesta querer o demostrar afecto. Todos están atrapados en esta red del presente que está demasiado remojada en pasado. Pero, ¿qué es el pasado? Aparece en forma de culpa, de remordimiento, de añoranza y sobre todo de malentendido. Porque finalmente lo que hace avanzar la trama en esta película -por eso decíamos antes que es una trama de enredos-, es el malentendido. Tal vez, uno de los grandes malentendidos que plantea la película es, justamente, ¿qué entendimos mal sobre qué es una familia? En este sentido, El Pasado retrata acertadamente un momento de crisis en una familia que no es “mamá, papá, nena, nene”, sino más bien mamás y papás que se suceden y hermanitos momentáneos, circunstanciales. Un anclaje real y necesario para un cine contemporáneo.

Pero, precisamente, volvamos sobre nuestros pasos. Esos cinco personajes mencionados al principio no son nada casual en una obra que precisamente lleva por nombre y por estigma El Pasado. Las sutilezas no le sientan bien a Farhadi, porque él prefiere tirarnos contra la cara el más crudo de los relatos con la simpleza y la contundencia de la vida misma. En El pasado no hay sutilezas. Esos cinco personajes están atrapados en una pesadilla sin resolver, de esas que existen realmente pero por lo general son demasiado intrincadas para creerlas posibles. Y no son los únicos atrapados allí: no hay ni un solo personaje del relativamente corto reparto (no más de siete personajes que llevan adelante toda la historia) que no sufra una incógnita. Y eso los hace retroceder, los mantiene dubitativos y estancados.

Y es en esta pesadilla donde se enreda también la verdad y la mentira, volviéndose ambas la misma cosa. Y ahí aparece el absurdo de las relaciones humanas que se basan en lo que uno cree que el otro dijo pero que finalmente no dijo, en causas con obvios efectos, que son, en realidad, subjetivos; en todo lo que termina pudriendo las relaciones, haciendo que den olor, que nos saquen las ganas de estar en el presente. Y justamente El Pasado habita tan intensamente el presente que aunque desde el título y desde el discurso de los personajes se quiera estar en el pasado, la realidad se impone y, tal como dice un postulado Hegeliano, “la prisión del presente sólo permite huídas ilusorias”.

Y la cosa no se queda ahí, porque son muchísimas las dudas que nos deja este melodrama francés. ¿En qué convirtió la vida a estos personajes? ¿El pasado es el motivador de un futuro incierto o es un presente no resuelto? ¿De qué somos capaces cuando nuestra vida no es más que una duda detrás de otra? Quizás sea una película bastante menos pulida y precisa que la anterior del director, pero allí está el iraní nuevamente, dejándonos una historia familiar casi perfectamente contada, grabada a fuego en nuestra mente por muchas horas, días y hasta semanas después del visionado. Farhadi pasó a ser el analista imprescindible de lo humano en el cine contemporáneo.

L'inconnu du lac

 ¿Qué buscas en la orilla?

El desconocido del lago es de esas películas que alguien no puede anticiparte con qué te vas a encontrar, y que siempre tienden a estar mal apreciadas por su apuesta estética en vez de por sus logros narrativos y plásticos. Es que, más allá de algunas decisiones sobre dónde poner la cámara por parte de Alain Guiraudie, la película está dotada de una exquisita puesta en escena acompasada por un ritmo que no todos podrán soportar: sin música, con planos larguísimos y conversaciones casi banales, que no hacen más que formar parte de un conjunto de elementos que componen una película que rebosa cine por cada uno de sus fotogramas.

Lo más notable es que Guiraudie logra una impronta propia dentro de un relato muy clásico, con elementos muy bien explotados como el suspense y la complicidad con el espectador, todo en medio de una historia sobre hombres que buscan complacer sus necesidades sexuales en un ambiente bellísimo pero a su vez desolador.

La decisión del espacio de una playa y un bosque como único escenario donde transcurre la historia no es menor, y quizás es el acierto más importante de esta película devenida en thriller romántico. Los personajes, de quienes nunca vemos nada más allá que sus aventuras veraniegas, no tienen escapatoria en ese juego de roles y levante: el lago es un límite de peligro y profundidad, con el que muchos gustan coquetear, y el bosque –ese Edén promiscuo donde vale todo menos una higiene respetable- se plantea como un monstruo oscuro que conoce todos los secretos de sus potenciales víctimas, donde la naturaleza llega a niveles de omnipotencia casi temerarios. Y quien domina ese escenario es Michel (impresionante en su papel Christophe Paou), personaje misterioso e hipnótico, que se roba las miradas de Franck (Pierre Deladonchamps) hasta el punto de la obsesión.

Y en ese juego de seducción y dominación sexual, una serie de otros personajes muy pintorescos pasan por cámara dotando de ritmo, sentimiento y hasta comicidad, un relato que se podría ver varias veces, más allá de su final esquivo y hasta casi embustero.

El desconocido del lago es una historia clásica, trabajada brillantemente por su director con todas las herramientas para el aprovechamiento de sus distintos componentes narrativos (los espacios desde donde se manejan y desenvuelven los personajes entre sí, como esa escena en que Franck se mete al agua por primera vez con su amante después de conocer la verdad sobre él) y estéticos (la oscuridad en las escenas clave está usada con una sutileza plausible) que dan como resultado una trama de suspenso y perversión tan perturbadora como disfrutable.

Her




Esos raros amores nuevos


Intensa película sobre las relaciones sociales trastocadas por ese condimento cada vez más polémico y ¿peligroso? que es el de la evolución tecnológica. Spike Jonze se pone muy fino con la cámara y con la formidable labor con los actores para brindar una historia tan desgarradora como tierna, pero a su vez reflexiva y muy apasionada.

Quizás estemos hablando de las mejores actuaciones de las respectivas carreras de Joaquin Phoenix y Scarlett Johansson, sobre todo esta última, que curiosamente sólo presta su voz (algo irónico, dado que su deslumbrante belleza es la que generalmente roba suspiros a los cinéfilos más acalorados). Phoenix, de una impresionante trayectoria, logra su papel definitivo con una ternura, inocencia y desorientación sentimental tan bien llevada a lo largo de las dos horas de metraje que resulta realmente gratificante el arco que construye su personaje, sobre todo si se tiene en cuenta que la mayoría de las escenas las encara él sólo guiado por una voz grabada.

Jonze nos pone en una primera persona casi inquietante, dejándonos vivir y percibir las cosas con la intensidad de Theodore, el personaje de Phoenix. Y con esta perspectiva la voz de Johansson nos resuena hasta el alma, entendiendo la hipnosis sentimental en la que cae ciego el protagonista.

Sin embargo, sería muy injusto para un film tan profundo dejarlo en una mera comedia romántica, ya que además hay toda una reflexión por parte del director y guionista respecto a cómo el crecimiento o avance de la tecnología atomiza nuestro alcance de relacionarnos directamente. Tema harto debatido entre especialistas en comunicación social, pero que en este caso está tratado con la delicadeza que este arte permite: los planos detalle, las texturas, los contraluces y la cadencia acompañada de la bellísima música de Arcade Fire (sobre todo el soundtrack The Moon Song, originalmente cantado por Karen-O pero durante la película interpretado por la misma Johansson), son uno de los tantos elementos de los que se sirve el particular realizador.

Y si bien el gag conceptual (un hombre enamorado de un sistema operativo) se agota hacia la mitad de la película, en la que quizás podía ser una gran idea para un cortometraje, y Jonze hace lo posible por reafirmar su condición (aparecen otras personas que se relacionan amorosamente con los “S.O.”, y hasta hay parejas “reales” que aceptan hacer citas dobles con estas otras extrañas parejas), en el proceso se permite una reflexión no sólo sobre el amor en este extraño contexto futurista –aunque no muy lejano, si lo pensamos bien- sino también de la belleza misma. Es que Jonze pone frente a Phoenix a varias de las más bellas actrices de Hollywood hoy en día (Rooney Mara, Olivia Wilde, Amy Adams) pero es la voz de la despampanante Johansson (y hasta la voz de Kristen Wiig en una escena híper sensual así como también muy hilarante) quien nos embelesa, nos entusiasma, nos enternece y nos deprime, en una de esas inexplicables montañas rusas de emociones a los que ya nos tiene acostumbrados a someternos el director de las geniales Being John Malkovich y Where the Wild Things Are.

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